Cuando
era pequeño recuerdo la carretera de la Cuesta como una vía lenta y tortuosa.
Con un sólo carril por cada sentido, sus colas en hora punta. Iba en guagua al
colegio, bajo un recuerdo de pitazos y chóferes cabreados.
Pero
todo cambió cuando la ensancharon. Ahora tiene cuatro carriles en total,
escoltados por dos hileras de aparcamientos. Podría decirse que la modernidad
llegó a este barrio de La Laguna.
Fíjate,
tan civilizadas nos hemos vuelto que ahora sólo me siento seguro por dicha vía
cuando voy en coche. Algunas veces salgo de mi casa, ¡caminando!, para tomar un
quinto de cerveza al bar de la familia china del otro lado de la carretera. Al
llegar al paso de peatones me encuentro con que si me sitúo en la acera, ni veo
al tráfico ni él me ve, debido a otros coches aparcados o a los contendores de
basura. Así que tengo que dar unos cuantos pasos a tientas para que los coches
frenen y me cedan el paso.
Estaba
de coña, nunca paran. Tienes que gozarte un par de minutos como un bobo en el
paso de peatones hasta que a alguien le dé por recordar lo que aprendió en la
autoescuela.
En
otras ocasiones estoy cruzando y algunos coches pasan de frenar, porque no te
ven o para meterte prisa. En más de una ocasión he acabado corriendo, con un
relajante chirrido de goma sobre el asfalto. Parezco un llorón con esto que voy
a decir, pero cada vez que cruzo como peatón La Cuesta siento que me juego la
vida.
Si
esta es la sensación que tengo yo, con treintaipocos y medianamente bien de
salud, no me quiero imaginar el miedo que deben de pasar personas mayores, con
algún tipo de discapacidad, o simplemente gente que no vea bien, que camine
despacio o sin reflejos.
Porque
en 20 años mi barrio se ha vuelto más accesible para los coches, pero más
peligroso para las personas: El entorno de la Plaza del Tranvía se ha saldado con 75 víctimas de atropellos entre 2010 y 2012. Dos de ellas murieron.
Atropello mortal en la Cuesta |
Los
patrones de movilidad han cambiado tanto en las últimas décadas que casi hemos
olvidado cómo nos movíamos antes. Y eso es malo, porque perdemos la referencia
para comparar, para reflexionar sobre otros modelos. De ahí el objetivo de este artículo y de los datos
que te voy a mostrar a continuación.
· Equidad. Cada vez hay más coches, y eso parece sugerirnos que son
más las personas que pueden permitirse disponer de transporte privado. Sin
embargo, las estadísticas muestran una realidad diferente: sólo la tercera
parte de la población se mueve en transporte privado, el cual ocupa hasta el
65% de la vía pública. Como vemos, las desigualdades se manifiestan también en
el piche.
Desigualdad
a niveles de renta, pero también entre colectivos. Las personas más jóvenes y
las mayores, así como la mayoría de las discapacitadas, están excluidas de la
mayor parte del espacio público.
Alrededores del IES Ofra 5, fíjate en el espacio ocupado por los coches |
· Energía. Sabemos que las energías renovables ayudarán a mitigar el
cambio climático, pero no olvidemos que éstas se centran principalmente en la
obtención de electricidad. Propulsar el transporte privado con energías
renovables requeriría llenar toda la superficie de la Tierra con
aerogeneradores o paneles fotovoltaicos, toda una catástrofe económica y
medioambiental. En España el 40% del total de energía consumida se dedica al
transporte, únicamente en concepto de combustible. Si sumamos la energía
dedicada a la fabricación de coches e infraestructuras para éstos, llegaríamos
al 50% del total de energía. En cuanto a las emisiones del principal gas de
efecto invernadero, el CO2, el 30% de las mismas proviene del transporte. En los entornos
urbanos este porcentaje sube al 80%, del cual un 74% pertenece al transporte
privado.
Estas
son las relaciones que hay entre nuestra forma de movernos y el cambio
climático. Cada vez que tu coche marque 35ºC, mírate por el retrovisor. No hay
más culpables.
· Salud. Los problemas medioambientales están pasando factura,
aunque solemos quitarles importancia porque creemos que no afectan directamente
a nuestra salud. Puede que los osos polares se ahoguen con la fusión de los polos,
pero a nosotras no nos perjudica…
De
nuevo toca ser aguafiestas. El ruido emitido por el tráfico en algunas zonas
causa trastornos psicológicos y del sueño en muchas personas; el descenso de la
calidad del aire por la contaminación de los tubos de escape (óxidos de nitrógeno, de azufre, ozono, etc.) provoca enfermedades
respiratorias crónicas y miles de muertes prematuras cada año; la sedentarización
propia de quienes nos movemos en coche aumenta el riesgo de padecer trastornos
cardiovasculares: La bici, el transporte público y las piernas siguen quemando más
calorías que un Toyota.
· Seguridad. Con el tiempo la calle se ha vuelto un lugar peligroso. Antes
eran los que repartían caramelos con droga por fuera de los colegios, ahora es
el que va con prisa a todas partes. En las decenas de calles que atraviesan mi
barrio los coches circulan a velocidades superiores a los 50 km/h. Estamos
hablando de calles estrechas, con poca visibilidad debido a las hileras de
coches aparcados y a las intersecciones de 90 grados. A 65 km/h la probabilidad
de morir en un atropello es de un 85%. A 48 km/h es de un 45. Emoción
garantizada en la puerta de tu casa.
Lo
que antes era un barrio unido y transitable ahora se ha convertido en un lugar
peligroso para la infancia, los gatos y las personas mayores. Muchas veces las
autoridades (y las propias conductoras) nos piden responsabilidad y prudencia a
la hora de andar por la calle. Eso está bien, pero yo reclamo el derecho a
equivocarme sin terminar cadáver. Por ejemplo, un día dejé suelta a Capi en la plaza de al lado de casa pero se le cruzaron los cables y salió corriendo a
la calle. Justo pasaba un coche y chocó con el lateral de la rueda. Unos
centímetros más adelante y estaría muerta. ¿Hubiera sido mi responsabilidad?
Creo que en parte sí, pero ¿por qué la velocidad máxima en zonas residenciales no
es de 20 o 30 km/h? A esa velocidad, mi imprudencia, la imprudencia de una niña,
la lentitud de una anciana, no se castiga con la muerte.
La
cultura del coche ha modificado nuestras conductas sociales. De un modelo de
proximidad, donde se trabajaba, compraba y se hacía vida social en el entorno
del barrio, hemos pasado a una fragmentación y distanciamiento entre todas esas
facetas de la vida. Ahora trabajas a 30 kilómetros, tus hijas no van caminando
al colegio, sino en coche ya que el concertado al que las llevas está al otro
lado de la ciudad. El refresco ya no lo tomas al lado de casa; ahora coges el
coche y vas a Alcampo, donde después de comprar… cine y Mc Donalds.
El esparcimiento
de las jóvenes antes se hacía en la calle, se jugaba en ella. Ahora casi no hay
canchas de polideportivo, ni solares donde practicar con la bici o hacer la
hoguera de San Juan. El poco espacio disponible está para ampliar los carriles
o improvisar aparcamientos. Si en Reyes las familias compran videojuegos en
lugar de bicis es porque esta última opción puede implicar que un Citröen con las
lunas tintadas mate a tu hija.
En
definitiva, el transporte privado ha cambiado nuestras vidas. Más de lo que
hubiéramos deseado.
Creo
que cambiar todo esto no es cosa de un día ni de una concejalía. Se mezclan
aspectos ambientales, sanitarios, de seguridad y socioeconómicos. Sin embargo,
el principal problema no radica en lo ambicioso de los planes, en las décadas
que llevará reorganizar todo el sistema de movilidad urbana. Lo más grave es
que gran parte de la población no ve ningún problema con la situación actual,
no es capaz de concebir una ciudad sin coches a pesar de todo lo que nos
perjudica.
Pensemos
por un momento unas calles diferentes. Siempre recuerdo con cariño las
callejuelas de Somosierra donde vivía mi abuela, con niños jugando a la pelota
que se apartaban cuando uno de ellos gritaba "¡Cocheee!", y el coche
avanzaba despacito tocando la pita de vacilón. Casas abiertas, las sillas
en la acera donde se sentaba el viejillo al que tenías que saludar sí o sí. Con
la gente socializándose, hablando de fútbol, de política, de lo caluroso que
está siendo el mes de noviembre.
Me
imagino un barrio con centros de salud y colegios de calidad a los que poder ir
caminando y saludar al barrendero. Con bares y comercios en los que apetezca
entrar. Donde la opción de ir “al centro” sea sólo eso, una opción.
Quiero
un espacio público que no esté secuestrado por moles de dos toneladas, donde el
señor de la silla de ruedas no esté confinado en su casa porque las vacas
sagradas aparcan en la acera; donde los gatos te observen insolentes en lugar
de yacer con las tripas por fuera.
¿Que haces si vas en silla de ruedas? |
No
es un capricho. Es una cuestión de salud, de sostenibilidad ambiental, de
equidad entre los distintos colectivos sociales.
Conozco
un perro valiente que siempre que puede caga en el asfalto. Es una forma de
resistencia pacífica estilo Gandhi, los conductores tienen que pararse esperando el alivio del
animal.
Aprendamos
del perro (no literalmente). Recuperemos la calle, ese espacio donde movernos,
compartir y vivir. Las conductoras también tienen derecho a transitarla, pero compartiéndola
con ancianas, niñas, bicis, guaguas, doñas despistadas y perros cagones.
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