Barrio de la Alegría, Santa Cruz |
Pues depende.
Si eres una tabaiba del Malpaís de Güimar o un búho chico en Valle Tabares, no sentirás
una falta seria del líquido elemento. Si por el contrario eres un terrateniente
del plátano o un hotelero orgulloso de su campo de golf, entonces sí pensarás
que tenemos una escasez crónica de agua.
Ese depende
pone de manifiesto un hecho que Aguilera Klink lleva décadas tratando de sacar
a la luz: La escasez de agua no es de carácter físico, sino socioeconómico. Hay
suficiente agua para satisfacer las necesidades de la población; sin embargo,
hay pocos incentivos para lograr un uso inteligente y ahorrador del agua, o
para decidir entre todas cuál es el modelo de desarrollo que mejor se acomode a
las reservas de agua dulce de Canarias.
El agua es el
recurso natural más valioso que existe. No sólo es básico para la supervivencia
humana (estamos compuestas en un 75% de agua), sino para el mantenimiento de la
biosfera (de la que formamos parte) y de las actividades socioeconómicas.
En Tenerife, el
terreno abrupto y la porosidad de los materiales volcánicos han impedido la
existencia de caudales superficiales, almacenándose la mayoría del agua dulce
en acuíferos subterráneos. Es por ello que desde principios del siglo XX hemos
perforado la Isla con cientos de pozos y galerías en busca de este recurso
oculto.
Pero hace
décadas que el ritmo de extracción está superando al de recarga del acuífero.
Esto transforma al agua de recurso renovable a no renovable, disminuyendo año
tras año las reservas hídricas dejando inservibles muchos pozos y galerías. Sin
embargo, este hecho parece no haber preocupado a la clase gobernante ni a
quienes controlan los mercados del agua, desde que han visto la desalación de
agua marina como el complemento perfecto a la sobreexplotación del agua
subterránea. Su coste ambiental como siempre pasa desapercibido: La energía del
proceso se obtiene de quemar petróleo, con las consiguientes emisiones de gases
de efecto invernadero.
¿Realmente este
es el precio que debemos pagar para poder sobrevivir? ¿Nuestro bienestar pasa
por el agotamiento de nuestros recursos hídricos y una preocupante dependencia
de los combustibles fósiles?
Quienes están
pagando ese precio sin derecho a réplica son los ecosistemas insulares. El
agotamiento del acuífero insular ha hecho prácticamente desaparecer las fuentes
y manantiales de agua que antaño eran abundantes. La vegetación y la fauna
asociadas a estas corrientes de agua han quedado recluidas a lugares como el
barranco de Afur o el de Igueste de San Andrés. También se teme que la
reducción del nivel freático afecte a los equilibrios ecológicos de bosques como
el pinar o la laurisilva.
Estos impactos,
que nos han vendido como inevitables, son consecuencia de unos patrones de
consumo y un modelo de desarrollo determinado. ¿Podemos cambiarlos? Sin duda
estoy convencido, necesitamos urgentemente una nueva cultura del agua, donde ésta
sea valorada como algo más que un recurso económico sometido a la ley de la
oferta y la demanda.
Esta nueva
cultura, este nuevo enfoque, debe contar con el conocimiento y la participación
ciudadana. Debe ser la sociedad en su conjunto quien decida qué entidades
(públicas o privadas) deben controlar la extracción y la canalización del agua;
qué actividades económicas son compatibles con el mantenimiento en el tiempo
del acuífero insular: ¿El plátano, que consume gran cantidad de agua y sólo
beneficia a unos cuantos propietarios adictos a las subvenciones europeas? ¿Nos
devolverán los magnates hoteleros y los 10 millones de turistas anuales el agua
que derrocharon cuando las galerías estén inutilizadas y el petróleo para
desalar esté por las nubes?
Lo que es
rentable a nivel económico puede que no lo sea en la esfera social y ambiental.
Necesitamos actividades económicas cuyas demandas de agua estén adaptadas a las
características climáticas de nuestra región. Unos cultivos de bajo consumo
hídrico, con sistemas eficientes de riego. Debemos desterrar el césped de
campos de golf y jardines, por muchas rentas que generen.
Una adecuada
gestión del agua necesita fuertes inversiones públicas para evitar pérdidas en
las redes de suministro, que en Canarias suponen casi un tercio del total.
Necesitamos sistemas de depuración de las aguas residuales, que lejos de tirar
el agua descontaminada al mar, sirva como recurso para el sector agrícola e
industrial. Actualmente sólo reutilizamos un 5% del agua depurada.
Pero sobre todo
debemos atajar un tipo de consumo que se ha disparado en los últimos años: el
de los hogares. En Canarias el consumo medio en 2012 fue de 149 litros por
habitante y día, cuando la media estatal se situó en 137 litros.
Este hecho debe
hacernos reflexionar si además tenemos en cuenta que la Organización Mundial de
la Salud establece 100 litros por habitante y día como el consumo bajo el cual
se atienden todas las necesidades básicas de higiene, limpieza, hidratación y
alimentación.
Veamos un
ejemplo de mi municipio, La Laguna. En 2014 se comenzó a explotar un pozo en la
zona de Las Mercedes con un caudal de 100 m3 la hora, 2.400 al día,
lo que según el teniente alcalde Abreu permitiría la congelación de la tarifa
del agua y evitará la construcción de una planta desaladora en el municipio.
¿Por qué el Ayuntamiento no ha valorado la opción de reducir el consumo en los
hogares? Si la población del municipio redujera su consumo de agua hasta el
valor recomendado por la OMS, el ahorro sería de 7.500 m3 al día, lo
que equivale a tres veces el volumen de agua diario del pozo de Las Mercedes. Vieja
cultura del agua.
Debemos
preguntarnos qué modelo de gestión del agua queremos. Si uno al estilo de la
búsqueda de petróleo (aumento del consumo, agotamiento de yacimiento, búsqueda
de otros nuevos), o uno más racional y sostenible, que descanse en la reducción
de la demanda como pilar básico.
Porque siempre
será más barato (más respetuoso con el medio y más justo con nuestra descendencia)
ahorrar un metro cúbico de agua que generar uno nuevo.
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